La nostalgia de mis días
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Cinco y media de la tarde, Ramiro, un colegial de diecinueve años, cobra el primer pago de unos electrodomésticos que había vendido a los trabajadores del banco Ganadero. Su apuro es notorio, porque es el día de su graduación y comprende que debe terminar rápidamente.
Corre a tomar un trufi a Quillacollo desde la avenida Heroínas. Tras llegar a casa de su mamá en Cotapachi, se asea lo más rápido posible y se viste con un saco prestado que le queda grande. Corre nuevamente a la parada del trufi y retorna a la ciudad. El polvo desluce sus zapatos recién lustrados, la rabia en su interior comienza a crecer. Llega a la intersección de la avenida Heroínas y Ayacucho. El sudor cubre su cuerpo.
El reloj marca las ocho de la noche. Apenas entra al colegio Franz Tamayo se percata que el acto ya había acabado. Todos sus compañeros reciben las felicitaciones de sus familias. Su mamá lo riñe por haber llegado tan tarde. Sus amigos se acercan y le dicen: “Te han llamado varias veces para que recibas el diploma de honor, por ser el mejor estudiante”. La frustración se apodera de él. Sin importar lo que su mamá recomienda, sale con sus amigos a beber. En medio de la alegría de la fiesta, recuerda los avatares de su existencia.
Partida
Tenía siete años cuando sus papás se habían divorciado y había sido obligado a mudarse a Valle Grande con la nueva familia de su progenitor. A los catorce años comenzó a ayudar en el taller mecánico de su papá. Lavaba autos, parchaba llantas y ayudaba en todo. El negocio quebró y nuevamente tuvo que mudarse.
Punata lo recibió. Ramiro ahora tenía tres medios hermanos y su papá aún seguía desempleado. Sintió la imposibilidad de sostenerlo y lo envió a Montero a vivir con una tía en su alojamiento. Las lágrimas se escurrieron en su rostro todo el camino, sentía miedo, no conocía nada y estaba solo. Solo llevaba consigo su ropa, unos pesos y un par de libros, porque su deseo siempre había sido estudiar.
Al día siguiente de llegar a Montero, salió a buscar trabajo en los talleres. “Sabía que mi tía me iba a invitar comida uno o dos días quizás y también me iba a soportar en su alojamiento unos cuantos días, pero no lo iba a hacer de por vida. Uno se aburre, peor de un desconocido que llega y te dice, soy tu sobrino” narró Ramiro.
Se empleó en un taller medio año, hasta que “dejo de entrar trabajo” y lo despidieron. Otra vez, tuvo que hacer como parchador de llantas. Para ese entonces, ya se había mudado a Guabirá con su abuela, a quien le había rogado que lo reciba. Todos los días, caminaba cinco kilómetros para llegar a Montero.
Su sueño de estudiar ese año se vió frustrado. Cada noche rondaba los colegios y miraba a los demás niños por las ventanas. Las fuerzas para inscribirse nunca llegaron, estaba deprimido.
Aparición
Un sábado por la tarde, a pocos meses de finalizar el año, mientras veía cómo reparaban un motor, Ramiro tuvo un presentimiento de que alguien había llegado. Al darse la vuelta, vio parado a su papá que había ido por él y retornó con él a Cochabamba. Otra vez, tuvo la ilusión de volver a vivir con él.
Al llegar a la ciudad, la realidad fue distinta. Una vez más tendría que vivir en la casa de una de sus tías, en Cerro Verde. Nuevamente, Ramiro sentía que incomodaba, pues su tía era pobre y tenía muchos hijos. Al día siguiente, la historia se repitió. Salió a buscar trabajo en cada taller de la avenida Barrientos y no consiguió nada. Triste, regresó a casa de su tía. Lo intentó una vez más. Ahora buscaba trabajo de cargador de fierros en las ferreterías. Nadie quería a un niño descargando fierro, apenas tenía quince años.
Reencuentro
Sin avisar, Ramiro fue a buscar a su mamá. Ella vivía en las viviendas militares de la Ramón Rivero. Tocó la puerta. Su hermana Gabriela lo recibió. Apenas se miraron, las lágrimas brotaron en los ojos de ambos. Su mamá lo recibió igualmente con sollozos. Él le explicó su situación. Le dijo que necesitaba un lugar para vivir y que trabajaría. Lo aceptaron. Volvió con su tía, tomó sus cosas, agradeció la estadía y se despidió.
El trabajo no podía faltar y a los pocos días lo había conseguido en un taller de la Recoleta. Lavaba autos, de lunes a domingo. El sueño de estudiar seguía en su corazón, por eso, esperó a que el año escolar inicie y se inscribió, a los 17 años, en el colegio nocturno Franz Tamayo sin ayuda de nadie. A la par, consiguió un trabajo en una empresa de bienes raíces, donde “trabajaba para comer” pues en casa de su mamá él se sentía más como un huésped que como un hijo. Con suerte, consiguió un nuevo trabajo en una empresa comercial de electrodomésticos. Fue ahí, cuando pidió a su jefe que le diera la oportunidad de vender que empezó a crecer y logró independizarse. Ahora vivía en un cuarto de alquiler cerca de la Universidad Mayor de San Simón.
Nuevas metas
Había empezado con 300 pesos que su papá le había regalado al irse a Montero. Ahora, ya graduado del colegio, debía seguir. El sueño de estudiar aún no había concluido. La universidad sería el siguiente paso.
¡Muy buena historia!
ResponderEliminarHermoso!
ResponderEliminarRealmente desgarrador. Muchos tuvimos infancias similares tristemente.
ResponderEliminarQue fuerte la infancia de la generación de nuestros padres
ResponderEliminarCalidoso
ResponderEliminarSin duda un ejemplo a seguir👏👏👏👏
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